lunes, 5 de septiembre de 2011

Un camino que no conducía a ninguna parte

Día tras día recorro sin cesar multitud de senderos. Algunos cortos, otros muy muy largos, serpenteantes, oscuros o con destellos que te ciegan, algunos completamente desérticos y otros agobiantes por la multitud. Cada día una sorpresa por recorrer.

Mágico son los días en los que el sendero está bañado ligeramente por el sol, un sol de un amanecer primaveral.
Donde si cierras los ojos, escuchas como caen las hojas viejas,
donde si cierras los ojos, hueles al rocío,
donde si cierras los ojos, puedes tocar el aire fresco,
donde si cierras los ojos, puedes saborear el sol,
y donde si cierras los ojos, te puedes imaginar que la maldad, la falsedad e hipocresía solo existen en los ogros de los cuentos.

Pero lamentablemente nada es eterno y dí algún día con un extraño sendero. Tan extraño era que se cortaba y a la vez se dividía, en el que había lluvia, sol y truenos, y más extraño era porque tras caminar y caminar parecía que nunca tendría un final.
Tenía que salir de allí como fuese. Después de insistir e insistir me entristecía tanto que casi me doy por rendida, que casi me quedo atrapada allí.

Sucedió una cosa. Una mañana me desperté nuevamente feliz, feliz porque en un sueño reviví ese mágico mundo donde todos los sentidos se excitan y no puede ver nada malo.
Entonces comprendí, que este sendero que no conducía a ninguna parte era como cualquier otro, entonces el sendero se transformó y se convirtió en ese mágico lugar de mis sueños.






Un camino que no conducía a ninguna parte y que yo era quien pintaba el recorrido.

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